I
Pertenezco a la tribu del agua,
ella me contiene,
un círculo invisible
estrangula mi cuello,
se despierta el instinto y busca un salvavidas de aire
que le abra los brazos.
II
Que dolor es medida de silencios
lo aprendí a la sombra del hombre,
mi propia sombra deslumbrada
con el primer olor a sangre.
III
Fue sal y azúcar
la verdad de tu cuerpo,
sus treguas y finales,
su rutina de labios
para huir del vacío,
sus manos que cerraron
poro a poro la espera
mientras se desbocaban palabras y latidos que
el vecino llenaba
con música de Norma.
Fue sal que me persigue
y reseca mis labios,
fue azúcar que mastico
cada vez que te nombro.
IV
Con la fabulación
de la espera en el límite
soy un juglar indolente y perverso
que agota el instinto de existir
en componer versos que nadie lee.
V
Éramos jóvenes y todas las flores
nos nacían en la piel
y todas las preguntas olían
a respuestas y a rosas.
Ahora, desgajado de ti
-cada paso que doy cierra un lucero-,
me alejo sin sollozo, a oscuras,
por la larga noche que comienza;
de tu recuerdo sufro a cada instante
como el aliento que conforma mi pecho
predispuesto a seguir viviendo
la muerte de tu imagen.
Un tiempo de presencia tuya
transformó la uniforme mañana
en una verdad rebelde
ante el riesgo de amarnos.
¡Fue tan bello el impulso de los labios
y la palabra suave que caía
en expresión irrepetible!
Ahora guarda mi boca
las vibraciones huecas golpeando
el espacio sin eco de la mente,
como cuando soñamos
una angustia impalpable
aprisionando el alma
y despertamos solos
entre cuatro paredes
silenciosamente vacíos
sin respuestas, ni rosas.